martes, 4 de enero de 2011

O Delírio

Voy a empezar el año con un regalo. Este es un capítulo de "Memorias Póstumas de Brás Cubas" del gran Machado de Assis. 
No tengo mucho ímpetu como para escribir algo yo, pero mantengo este blog vivo con uno de mis fragmentos favoritos de la literatura universal. ¿Cuánto más famoso hubiera sido Machado de Assis si en vez de escribir en portugués lo hubiera hecho en italiano, en francés o incluso en castellano? Nunca lo sabremos.



VII. El delirio

Que a mí me conste, nadie ha contado todavía su propio delirio; hágalo yo, y la ciencia me lo agradecerá. Si el lector no es dado a la contemplación de estos fenómenos mentales, puede saltar el capítulo; que vaya derecho a la narración. Pero, por menos curioso que sea, siempre le digo que es interesante saber lo que pasó por mi cabeza durante unos veinte o treinta minutos.
En primer lugar, tomé la figura de un barbero chino, panzudo y diestro, que descañonaba a un mandarín, el cual me pagaba mi trabajo con pellizcos y confites: caprichos de mandarín.
En seguida me sentí transformado en la (Summa Theologica de Santo Tomás), impresa en un volumen y encuadernada en tafilete, con broches de plata y estampas, idea esta que dio a mi cuerpo la más completa inmovilidad; y todavía ahora me acuerdo que, como mis dos manos eran los broches del libro, las cruzaba sobre mi vientre, pero alguien las descruzaba (Virgilia seguramente), porque la actitud le daba la imagen de un difunto.
Por último, restituido a la forma humana, vi llegar a un hipopótamo, que me arrebató. Me dejé llevar, callado, no sé si por miedo o por confianza; pero, al poco tiempo, la carrera se volvió de tal manera vertiginosa que me atreví a interrogarlo, y con algún arte le dije que el viaje me parecía sin destino.
—Te engañas —replicó el animal—; vamos al origen de los siglos.
Insinué que aquello debería ser extraordinariamente lejos; pero el hipopótamo no me entendió o no me oyó, si no es que fingió una de esas dos cosas; y, al preguntarle, puesto que sabía hablar, si era descendiente del caballo de Aquiles o de la burra de Balaam, me contestó con un gesto peculiar de estos dos cuadrúpedos: meneó las orejas. Por mi parte cerré los ojos y me dejé llevar a la buena de Dios. Ahora ya no se me da nada confesar que sentía ciertas cosquillas de curiosidad por saber en dónde quedaba el origen de los siglos, si era tan misterioso como el origen del Nilo, y sobre todo si valía algo más o menos que la consumación de los mismos siglos: refexiones de cerebro enfermo. Como iba con los ojos cerrados, no veía el camino; me acuerdo tan sólo de que la sensación de frío aumentaba con la jornada, y de que llegó un momento en que me pareció entrar en la región de los hielos eternos. En efecto, abrí los ojos y vi que mi animal galopaba por una llanura blanca de nieve, con una que otra montaña de nieve, vegetación de nieve y varios animales grandes y de nieve. Todo nieve; llegaba a helarme un sol de nieve. Intenté hablar, pero apenas pude gruñir esta pregunta ansiosa:
—¿En dónde estamos?
—Ya pasamos el Edén.
—Bien; paremos en la tienda de Abraham.
—¡Pero si estamos caminando hacia atrás! —repuso en son de burla mi cabalgadura.
Quedé avergonzado y aturdido. La jornada empezó a parecerme enfadosa y extravagante, el frío incómodo, la conducción violenta, el resultado impalpable. Y, además —especulaciones de enfermo—, suponiendo que llegásemos al fin indicado, no era imposible que los siglos, irritados porque se violaba su origen, me destrozasen con sus uñas, que debían ser tan seculares como ellos mismos. Mientras esto pensaba, íbamos devorando camino, y la llanura volaba bajo nuestros pies, hasta que el animal se detuvo y pude mirar más tranquilamente a mi alrededor. Mirar tan sólo; nada vi, fuera de la inmensa blancura de la nieve, que ahora había invadido el propio cielo, hasta entonces azul. Tal vez, aquí y allá, se me mostraba una que otra planta, enorme, brutal, con sus anchas hojas agitadas por el viento. El silencio de aquella región era igual al del sepulcro: diríase que la vida de las cosas había quedado muda de estupor ante el hombre.
¿Cayó del aire? ¿Brotó de la tierra? No lo sé; sólo sé que un bulto inmenso, una figura de mujer se me apareció entonces, clavándome unos ojos rutilantes como el sol. Todo en esa figura tenía la inmensidad de las formas selváticas, y todo escapaba a la comprensión de la mirada humana, porque los contornos se perdían en el ambiente, y lo que parecía espeso era diáfano a menudo. Estupefacto, no dije nada, no acerté siquiera a lanzar un grito; pero, al cabo de algún tiempo, que fue breve, le pregunté quién era y cómo se llamaba: curiosidad de delirio.
—Llámame Naturaleza o Pandora; soy tu madre y tu enemiga.
Al oír esta última palabra retrocedí un poco, sobrecogido de miedo. La figura soltó una carcajada, que produjo en torno nuestro el efecto de un tifón; las plantas se torcieron y un largo gemido quebró la mudez de las cosas externas.
—No te asustes —me dijo—, mi enemistad no mata; se afirma sobre todo por la vida. Estás vivo: no quiero otro azote.
—¿Estoy vivo? —pregunté, clavándome las uñas en las manos, para cerciorarme de la existencia.
—Sí, gusano, estás vivo. No temas perder ese andrajo que es tu orgullo; gustarás aún, por algunas horas, el pan del dolor y el vino de la miseria. Estás vivo: ahora mismo que has enloquecido, estás vivo; y si tu conciencia recobra un instante de lucidez, dirás que quieres vivir.
Al decir esto, la visión alargó el brazo, me asió de los cabellos y me levantó en el aire, como si fuese una pluma. Sólo entonces pude ver de cerca su rostro, que era enorme. Nada más quieto; ninguna contorsión violenta, ninguna expresión de odio o de ferocidad; el rasgo único, general, completo, era el de la impasibilidad egoísta, el de la eterna sordera, el de la voluntad inmóvil. El enojo, si lo tenía, quedaba encerrado en su corazón. Al mismo tiempo había, en ese rostro de expresión glacial, un aire de juventud, mezcla de fuerza y de exuberancia, ante el cual me sentía yo el más débil y decrépito de los seres.
—¿Me has entendido? —dijo, al cabo de cierto tiempo de mutua contemplación.
—No —respondí—; ni quiero entenderte; eres absurda, eres una fábula. Estoy soñando seguramente, o, si es verdad que me he vuelto loco, tú no pasas de ser una concepción de alienado, esto es, una cosa vana, que la razón ausente no puede regir ni palpar. ¿Naturaleza, tú? La Naturaleza que yo conozco es sólo madre y no enemiga; no hace de la vida un azote ni, como tú, tiene ese rostro indiferente como el sepulcro. ¿Y por qué Pandora?
—Porque llevo en mi caja los bienes y los males, y el mayor de todos, la esperanza, consuelo de los hombres. ¿Tiemblas?
—Sí; tu mirada me fascina.
Lo creo; yo no soy solamente la vida; soy también la muerte, y tú estás a punto de devolverme lo que te he prestado. Grande lascivo, te espera la voluptuosidad de la nada. Al resonar esta palabra, como un trueno, en aquel inmenso valle, figuróseme que era el último sonido que llegaba a mis oídos; pareciome sentir la descomposición súbita de mí mismo. La miré entonces con ojos suplicantes y le pedí algunos años más.
—¡Pobre minuto! —exclamó—. ¿Para qué quieres algunos instantes más de vida? ¿Para devorar y ser devorado después? ¿No estás harto del espectáculo y de la lucha? De sobra conoces todo lo que te he deparado menos torpe o menos doloroso: el albor del día, la melancolía de la tarde, la quietud de la noche, los aspectos de la tierra, el sueño, en fin, el mayor beneficio de mis manos. ¿Qué más quieres, sublime idiota?
 —Vivir solamente, no te pido otra cosa. ¿Quién sino tú ha puesto en mi corazón este amor a la vida? Y si yo amo la vida, ¿por qué te has de golpear a ti misma, matándome?
—Porque ya no te necesito. No le importa al tiempo el minuto que pasa, sino el minuto que viene. El minuto que viene es fuerte, jocundo, se supone que trae en sí la eternidad, y trae la muerte, y parece como el otro, pero el tiempo subsiste. ¿Egoísmo, dices? Sí, egoísmo, no tengo otra ley. Egoísmo, conversación. La onza mata al novillo porque el raciocinio de la onza es que debe vivir, y si el novillo es tierno tanto mejor: ahí tienes el estatuto universal. Sube y mira.
Al decir esto, me arrebató hasta la cima de una montaña. Tendí la mirada sobre una de las vertientes y contemplé durante un buen tiempo, a lo lejos, a través de una neblina, algo único. Imagínate, lector, una reducción de los siglos y un desfilar de todos ellos, las razas todas, todas las pasiones, el tumulto de lo imperios, la guerra de los apetitos y de los odios, la destrucción recíproca de los seres y de las cosas. Tal era el espectáculo; acerbo y curioso espectáculo. La historia del hombre y de la tierra tenía así una intensidad que no le podían dar ni la imaginación ni la ciencia, porque la ciencia es más lenta y la imaginación más inconstante, mientras que lo que allí veía era la condensación viva de todos los tiempos. Para describirla sería preciso fijar el relámpago. Los siglos desfilaban en un torbellino y, no obstante, como los ojos del delirio son diferentes, yo veía todo lo que pasaba frente a mí —azotes y delicias—, desde esa cosa que se llama gloria hasta esa otra que se llama miseria, y veía al amor multiplicando la miseria, y veía a la miseria agravando la debi lidad. Venían allí la codicia que devora, la cólera que infama, la envidia que babea, y la azada y la pluma, empapadas en sudor, y la ambición, el hambre, la vanidad, la melancolía, la riqueza, el amor, y todos agitaban al hombre como a una sonaja hasta destruirlo como a un harapo. Eran las formas varias de un mal, que ora mordía las vísceras, ora mordía el pensamiento, y paseaba eternamente su traje de arlequín en torno a la especie humana.
El dolor cedía a la indiferencia, que era un sueño sin sueños, o al placer, que era un dolor bastardo. Entonces el hombre, azotado y rebelde, corría ante la fatalidad de las cosas, en pos de una figura nebulosa y esquiva, hecha de retazos, un retazo de impalpable, otro de improbable, otro de invisible, cosidos todos con puntadas precarias por la aguja de la imaginación; y esa figura —que no era otra cosa sino la quimera de la felicidad— huía perpetuamente, o bien se dejaba asir por la túnica, y el hombre la estrechaba en sus brazos, y entonces ella reía, como un escarnio, y se sumía como una ilusión.
Al contemplar tanta calamidad, no pude retener un grito de angustia, que Naturaleza o Pandora escuchó sin protestar ni reír; y, no sé por qué ley de trastorno cerebral, yo fui el que me eché a reír, con una risa descompasada e idiota.
—Tienes razón —dije—, la cosa es divertida y vale la pena; tal vez sea monótona, pero vale la pena. Cuando Job maldijo el día en que había sido concebido fue porque le daban ganas de ver desde acá arriba el espectáculo. Vamos, Pandora, abre el vientre y digiéreme; la cosa es divertida, digiéreme.
 La respuesta fue obligarme con violencia a mirar hacia abajo, y a ver los siglos que continuaban pasando, veloces y turbulentos, las generaciones que se sobreponían a las generaciones, unas tristes, como los hebreos del cautiverio, otras alegres, como los libertinos de Cómodo, y todas ellas puntuales en la sepultura. Quise huir, pero una fuerza misteriosa retenía mis pies, entonces me dije: “Bien, los siglos van pasando, llegará el mío, y pasará también hasta el último, que me dará el descifrado de la eternidad.” Y clavé la mirada, y continué viendo las edades, que venían llegando y pasando, ya entonces tranquilo y resuelto, ni sé si hasta alegre. Tal vez alegre. Cada siglo traía su porción de sombra y de luz, de apatía y de combate, de verdad y de error, su cortejo de sistemas, de ideas nuevas, de nuevas ilusiones, en cada uno de ellos brotaban los verdores de una primavera y amarillecían después, para rejuvenecer más tarde. Y al mismo tiempo que la vida tenía así una regularidad de calendario, hacíase la historia y la civilización, y el hombre, desnudo y desarmado se armaba y se vestía, construía el tugurio y el palacio, la ruda aldea y Tebas la de cien puertas, creaba la ciencia que perscruta y el arte que arroba, hacíase orador, mecánico, filosófo, recorría la faz del globo, bajaba al vientre de la tierra, subía a la esfera de las nubes, colaborando así en la obra misteriosa con que mantenía la necesidad de la vida y la melancolía del desamparo. Mi mirada, cansada y distraída, vio por fin llegar el siglo presente, y en pos de él los futuros. Aquél venía ágil, diestro, vibrante, lleno de sí, un poco difuso, audaz, sabio, pero al cabo tan miserable como los primeros, y así pasó y así pasaron los otros, con la misma rapidez e igual monotonía. Redoblé mi atención; clavé la mirada; iba por fin a ver el último —¡el último!—, pero entonces ya la rapidez de la marcha era tal, que escapaba a toda comprensión; al lado de ella el relámpago sería un siglo. Quizá por eso comenzaron los objetos a cambiarse; unos crecieron, otros menguaron, otros se perdieron en el ambiente; una niebla lo cubrió todo, menos el hipopótamo que me había traído allí, y que por cierto comenzó a disminuir, a disminuir, a disminuir, hasta quedar del tamaño de un gato. Era efectivamente un gato. Lo miré con toda atención, era mi gato Sultán, que jugaba a la puerta de la alcoba, con una bola de papel…

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